5/8/15

Carta abierta a mis hijos


Nunca pensé que sería madre. Me encantaba jugar a las muñecas; sí, confieso que moría por una Barbie (se me ponen los pelos como escarpias de sólo pensarlo), pero mis muñecas no eran mis hijos, eran personas independientes, con las que fantaseaba que iban a la universidad (por aquel entonces no tenía ni idea de lo que era eso) y llevaban una vida sofisticada y maravillosa.

Nunca pensé en ser madre. Pero lo fui. Tengo dos niños que me traen loca - en todos los sentidos-, y que han dado la vuelta a mi vida y a mis expectativas de futuro. Nunca pensé en ser madre, y ya veis... lo soy, y me hago parques, cumpleaños y fiestas de guardar con y por ellos.  A eso se limita, casi, mi vida social.

Y además, soy una madre mandona, muy dad al gruñido... pero que a veces se escaquea y hace que no ve para no tener que reñirles. Una madre imperfecta, alejada de los estereotipos con los que crecí.

Soy la mejor madre que sé. Y los cuido, y me preocupan cosas tan banales como que no vayan limpios, que no tengan de todo (y me duele negarles cosas, aunque sea para educarles. Como a vosotras, ¿verdad?), y me trago sus berrinches eternos armada de paciencia, y con mucho más dolor que ellos. Y trato de dialogar sin éxito y explicarles una y otra vez por qué los Reyes Magos no van a volver a cambiarles ese juguete que han roto al sacarlo de la caja.

También soy una madre chinchona, muchas veces infantil (que se muere por estrenar sus juguetes y  les roba las chucherías que no les dejo comer a ellos), con sentimientos de culpa por no ser mejor, con millones de miedos rondando por mi cabeza, con ganas de que crezcan sanos y felices, pero con pena por verlos crecer tan rápido. Con temor a no estar haciendo lo correcto en cada paso que avanzamos juntos.

Soy la mejor madre que sé. Quiero que coman de todo, y a veces me enfado porque son niños y no lo hacen y, entonces, en mitad de uno de esos enfados, me imagino viviendo otra vida, sin ellos, libre, como las muñecas con las jugaba de niña. Y suspiro, y me voy volando a un montón de sitios que no conozco y a los que probablemente sólo iré en sueños.

Pero siempre vuelvo con ellos, porque ya no puedo ni quiero vivir de otra forma y sufro con cada caída, con cada llanto, con cada bocado que se dejan de esa pseudocomida que hago (mis dotes como cocinera son pésimas) y temo que no se alimenten bien y que por mi culpa no estén sanos.

Pero entonces me alejo de ellos unos días, y sus vocecitas me piden por teléfono entre llantos que vuelva, y que duerma con ellos. Se pelean por mis abrazos, por mis miradas, y me comen a besos cuando me ven. Y  a pesar de las críticas de propios y extraños, de los pocos o muchos comentarios desafortunados, sé que no lo estoy haciendo tan mal, porque lo estoy haciendo lo mejor que sé.

Ellos son los únicos que pueden valorarme, que dirán el día de mañana cómo lo he hecho. Y ya sea trabajando en la calle o en casa. Ya sea cocinando los mejores platos del mundo o dándoles un sandwich, creo que si me dejo la piel en hacerlos felices, y lo hago de la mejor forma de la que soy capaz, no habré fracasado en ningún caso.

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